Habíamos dejado a Planck sumido en la más profunda
preocupación. Solamente había entreabierto la caja de Pandora y los males
habían ya comenzado a cernirse sobre la Física Clásica. Veamos, él sólo supuso que la energía que adquirían los
electrones de los átomos, en su vibración, estaba cuantizada. Pero que también
lo estuviera la emisión que efectuaban esos mismos electrones en su movimiento…
seguro que alguien lo estaba imaginando.
Albert Einstein (1879-1955), publicó en
1905 un artículo titulado “Un punto de vista heurístico sobre la producción y
transformación de la luz”. Einstein proponía que la radiación electromagnética emitida
también estaba cuantizada en paquetes concentrados de energía. Estaría formada
por “cuantos” de luz que posteriormente se llamaron fotones.
Algunos metales, al incidir luz sobre ellos emiten
electrones. Esto es debido a que la energía de la radiación
electromagnética (luz) que llega al metal es absorbida por el electrón, lo
“arranca” y éste sale del metal con una determinada velocidad.
Parte de la energía que llega al metal en forma de luz
se gasta en arrancarlo (energía de
ionización) y el resto se convierte en energía cinética (velocidad con la que
sale el electrón).
Según la teoría clásica, si la luz es una onda que
transporta energía, al aumentar la intensidad de la radiación (al aumentar el
número de fotones incidentes por unidad de área y de tiempo) debería aumentar el número de electrones
liberados del metal. Unas radiaciones
son capaces de arrancar electrones y otras no, independientemente de la
intensidad de las mismas. Este fenómeno no se puede explicar si la luz es una onda. La
Física clásica no puede explicarlo. Pero si utilizamos la teoría de Einstein de que la luz está
cuantizada, es decir, es corpuscular y cada corpúsculo o fotón tiene una energía h f que depende de
la frecuencia de la radiación f (es decir del color de la luz), todo encaja.