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Copérnico, Brahe, Bruno y Galileo: los renacentistas

Renacimiento es el nombre dado a un amplio movimiento cultural que se produjo en Europa Occidental durante los siglos xv y xvi. Fue un período de transición entre la Edad Media y los inicios de la Edad Moderna. Sus principales exponentes se hallan en el campo de las artes, aunque también se produjo una renovación en las ciencias, tanto naturales como humanas. La ciudad de Florencia, en Italia, fue el lugar de nacimiento y desarrollo de este movimiento, que se extendió después por toda Europa.

Nicolás Copérnico nació el 19 de febrero de 1473. El 15 de febrero de 1564, en Pisa (Italia), lo hizo Galileo Galilei. El 17 de febrero de 1600 fue quemado en la hoguera el monje y pensador Giordano Bruno y el 13 de febrero de 1678 fue publicado, post mortem, el sistema tychonico del astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601), a mitad de camino entre la teoría geocéntrica de Ptolomeo (S II), y la heliocéntrica de Copérnico  (1473-1543). Esta, si bien demostró ser cierta, tuvo varios errores de medición que fueron corregidos por el propio Brahe cuando todavía no existía el telescopio.

En realidad, la teoría de Nicolás Copérnico (1473-1543) no era nueva: ya la había propuesto el griego Aristarco de Samos (310-230 a.C.), aunque el modelo heliocéntrico de Aristarco no tuvo seguidores en su época, dominada por la concepción geocéntrica de Aristóteles (S IV aC)


Las observaciones de Copérnico, sin embargo, le permitieron recuperarla para sus contemporáneos: uno de los argumentos para justificar la obra que escribió era, precisamente que sus cálculos permitirían a la Iglesia desarrollar un calendario con más exactitud que el que tenían. Pero por otra parte, era consciente de que plantear su sistema de planetas que giraban en órbitas circulares alrededor del Sol resultaba peligroso: sus veinticinco años de trabajo resumidos en De Revolutionibus Orbium Coelestium no fueron publicados hasta después de su muerte en 1543.

Tycho Brahe (1546-1601) no creía en la propuesta copernicana. Pero el dinamarqués tenía a su favor una inventiva tal que para muchos científicos es considerado el mejor astrónomo de observación de todos los tiempos. Diseñó instrumentos de medición de los astros de una precisión hasta entonces desconocida y fue el primero en percibir la refracción de la luz. Su talento hizo que el rey Federico II de Dinamarca y Noruega financiara la construcción de dos observatorios (uno de ellos es el famoso de Uraniborg). Posteriormente Tycho mandó construir el observatorio Stjerneborg ('Castillo de estrellas') al descubrir que el emplazamiento del Uraniborg no era lo bastante estable para sus instrumentos de precisión.

De hecho, las mediciones de Brahe, mucho más exactas que los cálculos que había realizado Copérnico, y las que hizo sobre el planeta Marte sentaron las bases para que, décadas después, su compañero de trabajo Johannes Kepler elaborara sus famosas leyes sobre las órbitas de los planetas. Dos paradojas: una, que Brahe era enemigo acérrimo del copernicanismo, y sin embargo fue el primer descubridor de una supernova que debía estar más allá de Saturno, algo imposible de aceptar para los seguidores del pensamiento aristotélico. La otra, que fueron sus cálculos los que permitieron que Kepler conciliara los trabajos de ambos oponentes: las medidas de uno y la idea de que los planetas giran alrededor del sol.
El sistema que planteó Tycho Brahe, aunque errado, implicaba también una ruptura con el pensamiento oficial: proponía que, si bien el Sol y la Luna giraban en torno de la Tierra (inmóvil, como lo quería Aristóteles), Mercurio, Marte, Venus, Júpiter y Saturno giraban alrededor del sol.
Brahe no sufrió por su "semiherejía", y Copérnico no se animó a publicar su teoría en vida, por lo que no llegó a sufrir persecuciones. Sí padecieron, en cambio, Giordano Bruno y Galileo Galilei, las dos víctimas más famosas del heliocentrismo. Desplazar la Tierra del centro del Universo era un crimen, por lo menos para el mundo cristiano. Sostener la teoría de que esta gira alrededor del sol implicaba cuestionar a los padres de la Iglesia, algo tanto o más pecaminoso que diseccionar un cadáver ("crimen" que impidió que en Occidente se descubriera la circulación de la sangre trescientos cincuenta años después de que los árabes lo hubieran hecho).
Giordano Bruno (nacido cerca de Nápoles en 1548), por su parte encarna el típico pensador del Renacimiento: se ordenó sacerdote a los veinticuatro años, pero fue mucho más que eso. Filósofo, astrónomo y matemático, no tardó en chocar con el dogmatismo de la Iglesia en tiempos de la contrarreforma. Tampoco calzó con la rigidez calvinista, doctrina a la que suscribió durante el poco tiempo que vivió en Ginebra y con la que también terminó enfrentado.
Desde entonces vivió una vida errante. Creía que filosofía y religión debían ir por caminos separados y adhirió a la teoría copernicana (aunque su pensamiento iba mucho más allá del terreno científico). Defender la cosmología de Copérnico frente al sistema de Aristóteles le costó, entre otras cosas, la expulsión de Oxford, donde enseñaba, y de Inglaterra, además de ataques físicos. Por razonamientos incorrectos llegó a conclusiones certeras, como la de que el Sol es mucho más grande que la Tierra.
La Astronomía no fue lo único que llevó a Bruno a la hoguera, y lo paradójico es que fue denunciado por un alumno que se sintió decepcionado porque era un "simple" filósofo, y no un mago como el mecenas había fantaseado (la acusación de "magia" era una de las más comunes en tiempos de la Inquisición). Estuvo en prisión durante ocho años. Hombre al fin, el ex monje ofreció retractarse varias veces, pero no se lo permitieron. Finalmente decidió asumir su posición y morir defendiendo sus creencias. Junto con él –declarado hereje impenitente, obstinado y pertinaz– en Campo dei Fiori (Roma) fueron quemadas sus obras.

Mejor suerte tuvo Galileo Galilei (1564-1642), por lo menos en el sentido de que sólo lo obligaron abjurar de sus ideas y lo condenaron a reclusión perpetua en su domicilio. Es cierto que su ofensa había sido "menos" grave, pues nunca fue monje sino uno de los físicos y astrónomos más notables de la Historia, y ya habían pasado más de treinta años de la muerte de Bruno.
Descubridor de las leyes del péndulo y de las de los movimiento acelerados, entre tantas otras cosas, construyó un telescopio con el que pudo observar los cráteres y las montañas de la Luna. La fama que ganó con sus trabajos le dieron una gran libertad para investigar tranquilo... hasta que sus observaciones sobre las fases de Venus le hicieron ver que Ptolomeo estaba equivocado y que Copérnico tenía razón.
Corría 1610, y Galileo recibió la "sugerencia" de un cardenal de que no defendiera semejante hipótesis. El nombre de Copérnico era odiado por el poder, y su libro ingresó en el Index de obras prohibidas en 1616. Prudente, el astrónomo guardó silencio y se dedicó a hacer observaciones para determinar la latitud y la longitud en el mar (tema apasionante en aquella época de expansión europea), basado en algunos satélites de Júpiter que él mismo había descubierto. El problema resultó ser que todos los caminos llevaban a Copérnico.
Finalmente, y con el consentimiento de la Iglesia, Galileo publicó su trabajo sobre las mareas, pero una serie de malentendidos (el libro fue aprobado con un título e impreso con otro) derivó en un proceso que lo puso al borde de la hoguera. Su prestigio y su abjuración "permitieron" que durante la reclusión a la que fue sometido hasta que murió pudiese seguir trabajando.
Copérnico, Brahe, Bruno y Galileo –como Johannes Kepler, otro contemporáneo– representaron el prototipo de los pensadores humanistas y hombres de ciencia que arrancaron a Europa del oscurantismo durante ese período crítico que fue el Renacimiento (incluso Kepler demostró una flexibilidad de pensamiento que pocos tienen: cuando comprobó que los cálculos de Brahe arruinaban su idea armoniosa de planetas con órbitas circulares, reformuló su teoría y legó a la posteridad las leyes que hablan de órbitas elípticas).
Todos ellos tuvieron otro punto en común: puede parecer raro en estos tiempos, pero al fin y al cabo, cada uno a su manera, fueron tecnólogos de la información. No de una información instantánea que se mide en bytes y que circula por fibra óptica, sino de la que recibían por la propia observación o con artefactos que ellos mismos inventaron, una información tan lenta como los años luz en que tarda en llegar a la Tierra el reflejo de una estrella, pero que luego elaboraron y transformaron en conocimiento.
Galileo ante el Santo Oficio